Por Clelia Moure (*)
En nuestra literatura latinoamericana se han producido y se siguen produciendo con diversos niveles de intensidad lo que Nicolás Rosa en uno de sus últimos textos denominó “políticas de la voz”, capaces de generar resistencias en el orden establecido y de provocar modificaciones en él.
En otras palabras, la escritura literaria puede configurarse como una estrategia efectiva contra los dispositivos de sujeción, de clasificación, de normalización y control. Tal vez le suene utópico al lector este poder de la literatura, pero la historia registra multitud de acontecimientos en los que las manifestaciones artísticas han jugado un papel importante en la lucha contra un sistema de opresión y control. Micro-políticas ciudadanas que lograron visibilizar situaciones de discriminación, sujeción y violencia en la vida social y en cuya eficacia fueron decisivos los afiches, dibujos, poesías, estribillos, canciones o aforismos y un largo etcétera.
También la literatura que podemos llamar “de testimonio” ha sido históricamente un vehículo de concientización, de denuncia, de desnaturalización de lo establecido y en cada caso, un golpe a la conciencia dormida.
Hoy, a cien años de su nacimiento, vale recordar a una figura especialmente valiosa por su fuerza y originalidad. Me voy a detener brevemente en la escritura de una autora singular, de una intensidad ardiente, cuya obra no puede (ni necesita) ser clasificada. Nació en un pueblito de Ucrania a fines de 1920, en plena fuga familiar causada por la guerra civil, el hambre y la desesperación. Los Lispector llegaron a Maceió, Brasil, en 1922 para trasladarse luego a Recife. Clarice escribió (y habló y amó) siempre en el portugués de Brasil.
En el cuento “Preciosidad” Clarice Lispector logra des-sujetar la voz de una mujer, de una adolescente, y desnaturalizar una práctica tan abominable como naturalizada y aun aceptada: el manoseo. Una jovencita, casi una niña de quince años sale muy temprano camino de la escuela.
Era una mañana aún más fría y oscura que las otras, ella se estremeció dentro del suéter. La blanca nebulosidad dejaba invisible el final de la calle. Todo estaba algodonado, ni siquiera se escuchaba el ruido de un autobús que pasase por la avenida. Fue caminando hacia lo imprevisible de la calle. Las casas dormían en las puertas cerradas. Los jardines estaban endurecidos de frío. En el aire oscuro, más que en el cielo, en medio de la calle una estrella. […] Ella miró la estrella próxima. Caminaba solita en la ciudad bombardeada.
No, ella no estaba sola. Con los ojos fruncidos por la incredulidad, en la lejanía de su calle […] vio a dos hombres, dos muchachos viniendo. […] Su corazón se asustó. (Lispector 2012: 112)
A lo largo de las dos páginas que siguen la escritura de Lispector es en sí misma un bloque de sensación; de audición (sobre todo) pero también visión y percepción física: la calle se acorta, sus tacones de madera resuenan sobre la calle como si fuera hueca.
Los zapatos de los dos muchachos mezclaban su ruido con el de sus propios zapatos, era horrible escuchar. […] Todo era un eco y ella escuchaba, sin poder impedirlo […] y veía, sin poder impedirlo, que las puertas habían permanecido muy cerradas. Hasta la estrella se retiraba ahora. En la nueva palidez de la oscuridad, la calle quedaba entregada a los tres. (Lispector 2012: 113)
El texto es de una concentración sensorial intransferible a otro discurso. Por su cualidad intensiva, pone el lenguaje a vibrar. Ese bloque táctil, visual y sonoro (sobre todo sonoro) es un acontecimiento por el cual lo narrado se sustrae a cualquier posible interpretación para esquivar el lugar común (no se trata simplemente de un desagradable episodio callejero); para esquivar también el estereotipo (los jóvenes no son la quintaesencia del mal, ni son delincuentes profesionales, son dos muchachos asustados que salen corriendo, que también, como ella, tienen miedo).
Por un instante vaciló, perdido el rumbo. Pero era demasiado tarde para retroceder. Sólo no sería muy tarde si corriera. Pero correr sería como errar todos los pasos, y perder el ritmo que todavía la sostenía, […] Lo que siguió fueron cuatro manos difíciles, cuatro manos que no sabían lo que querían, cuatro manos equivocadas de quienes no tenían la vocación, cuatro manos que la tocaron tan inesperadamente que ella hizo la cosa más acertada que podría haber hecho en el mundo de los movimientos: quedó paralizada. […] Fue menos de una fracción de segundo en la calle tranquila. […] Se quedó de pie, escuchando con tranquila dulzura los zapatos de ellos en fuga. La acera era hueca o los zapatos eran huecos o ella misma era hueca… (Lispector 2012: 113-5)
El cuento de Lispector desorganiza y rechaza la naturalización de lo narrado, lo hace vibrar, y en esa vibración deviene acontecimiento político: una política de la voz y de la conciencia que no permite ya (no más) aceptar como “normal” el abuso callejero. Cuando la adolescente recoge los libros desparramados y su cuaderno que había quedado abierto, vio la letra que hasta esa mañana había sido la suya. El episodio define un antes y un después, el relato da cuenta de lo acontecido a través de los ojos de la niña, en el silencio abrumador de la calle solitaria, de las puertas que permanecieron cerradas.
He intentado mostrar que la literatura no es un cuerpo fosilizado, que está ahí, activa en el campo social y afectiva en los entresijos de la conciencia individual, y en muchos casos, como en la escritura de Lispector, puede ser capaz de transformar en su vértigo las condiciones (por lo menos algunas) en las que se produce.
(*) Profesora del área de Teoría Literaria. Departamento de Letras. Facultad de Humanidades. Universidad Nacional de Mar del Plata.